Estaba enamorado de ella y no era capaz de verlo. Se negaba a reconocer que todos aquellos meses, todas esas caricias, cada una de las lluvias de palabras en mitad de la madrugada, habían cambiado algo en él. No se lo permitía. O quizás no se daba cuenta.
Su pelo, el humo de su tabaco, su constante verborrea. Ahora formaban parte de un tramo de su vida. Conocía su sonrisa en formato felicidad y sentía debilidad por esa mirada. Esa que ella le regalaba cuando creía que él no miraba. La misma que le aportaba paz, calma, tranquilidad. Sólo bajo esa mirada las cosas tenían sentido. Pero no podía sucumbir al efecto narcótico del amor que esa mujer trataba de infundarle, llegando casi a alcanzarlo de vez en cuando. Daba miedo ver cómo la única persona que era experta en hacerle feliz, era la misma que podía derrumbar su vida con un gesto, con una palabra.
Era la suerte de haberla encontrado y la desgracia de ser capaz de perderla.
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