Mandarinas. Comencé a comprar mandarinas desde que nos despedimos, desde que me apeteció una en tu casa, a la una de la madrugada, viendo una película de terror. Las mandarinas siempre han tenido mucho de mi infancia, de aquel lugar en el sur. Son un reflejo de los veranos que he pasado sentada al sol, pelándolas, disfrutando de ese sonido peculiar que se produce al despegar los gajos.
Nunca antes había comprado mandarinas. Aunque, bueno, nunca antes había vivido sola y me había visto obligada a autoalimentarme. Pero supongo que lo mágico de todo esto es que, probablemente, de no haberte pedido una en aquel momento, jamás se me habría ocurrido comprar una maya de mandarinas.
Y las como de dos en dos, como solías hacer tú.
Y las como, pensando en ti, sonriendo.
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