2 nov 2010

Rincones abandonados.

Apoyé la cajetilla sobre el mármol frío y encendí un cigarrillo en busca de algo de paz. El humo se filtraba en mis pulmones del mismo modo que mis cavilaciones atravesaban mi mente. Me pregunté cómo sería todo al salir de esa habitación, cómo haría para encajar de nuevo mi mundo. Pensé en la vida que jamás tendríamos, en las cosas que no llegaríamos a decirnos. Jugueteé con la idea de volver a encontrarnos en una tarde de lluvia de verano.
Aún dormías, ajeno al maremoto de ideas que atormentaban mi cabeza. Aún dormías, creyendo estar abrazado a mi cuerpo todavía. Aún dormías, tranquilo entre el barullo de sábanas blancas que te rodeaba.
Soñando, quizás.
Traté de convencerme de muchas cosas, pero lo único que deseaba era evitar el olvido. Evitar que todo aquello quedara en un vago recuerdo de un pasado muy lejano, evitar que se convirtiera en escarcha, congelada, tras una noche de delírio humano. Pero mi cabeza no encontraba paz: reposada sobre la barandilla de aquel balcón, observando cada tramo de su piel, inhalando nicotina y alquitrán. Difuminando versos, queriendo convertirlos en caricias, en besos, en suspiros. Calculando cada movimiento cansado de su cuerpo buscando la postura más comoda sobre el colchón. Sabiendo que ese cuarto sería nuestro secreto.

Te podría haber amado, para siempre. Podría haber sido tu guarida, tu pilar, tu sustento. Podría haber apartado todo ese dolor. Pero tú nunca quisiste pertenecer a ninguna parte y, por mucho que busqué, jamás encontré ese lugar. Pero entonces yo no era quien soy ahora.

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